Pedaleando a través de los Andes
Tras pedalear los primeros 130 km a través del Altiplano andino, el tiempo se desvanece y un dilatado camino de tierra se extiende hasta donde la vista se pierde. “Respira”, se recuerda a sí mismo el novato ciclista, mientras el ritmo cíclico y repetitivo de los pies marca su camino. “Respira”.
El fotógrafo peruano Álex Kornhuber nunca imaginó que fuera capaz de montarse en una bicicleta eléctrica para atravesar un tramo de la cordillera más larga del mundo. Años atrás, mientras caminaba por las calles de Zúrich junto a su amigo fotógrafo Luca Zanetti, la inquietante idea de cruzar Sudamérica sobre un velocípedo los asaltó, logrando captar la atención de la marca Flyer, fabricante suizo de una de las bicicletas eléctricas más audaces del mundo. Después de varios meses de reflexión sobre qué ruta tomar, cómo transportar las bicicletas de Europa a Sudamérica, cómo cargar el peso de cuatro baterías de litio, cargadores, cámaras, ollas, carpas y herramientas, Luca inició el viaje motivado por la ruta que hizo el ‘Che’ Guevara en 1952, solo que en vez de partir de Argentina, Zanetti salió de Santiago de Chile para culminar en Colombia. Así, luego de alternar acompañantes para cruzar este país, Argentina y Bolivia, llegó a Puno, donde lo esperaba Álex para emprender la travesía por los Andes peruanos.
INICIO ACCIDENTADO
Con siete bultos cada uno y un peso total de 100 kilos, un preciado auspicio del Fondo Cultural Suizo y una bicicleta Flyer de la Serie TS que magnifica el poder de cada pedaleada y alcanza hasta 45 km por hora, iniciaron el cruce por la zona del Altiplano andino hasta llegar a Cusco. El primer infortunio los atrapó entre el polvo y la turbación del cruce ferroviario de Juliaca, donde las combis, camiones y pistas agrietadas tumbaron a Álex sobre la puerta de un taxi, lo cual le causó una lesión que lo acompañaría por el resto de la travesía. “Son segundos en los que te preguntas, ¿qué hago acá?”, recuerda Álex. “En ese momento, no te queda otra más que seguir”.
Y es que a una altura de más de 3.800 m.s.n.m. no te puedes dejar llevar por la sensación de que has emprendido una experiencia hasta cierto punto inverosímil. Lo único que queda es pedalear hasta alcanzar un refugio que posea una sola condición: electricidad. Ese es el único requisito ineludible para atravesar distancias kilométricas en una bicicleta de pedal asistido: que los viajeros encuentren una guarida eléctrica donde recargar las baterías de litio, que equivalen a las de un celular. Y en un territorio marcado por paisajes abruptos y casas que jalonan una carretera desolada, las posibilidades son bastante remotas.
Una vez que ubican una casa sombría con un televisor encendido o un tomacorrientes arrinconado en un local donde sirven cerveza al tiempo, hay que explicar a los pobladores que aquellos objetos que parecen artefactos ficticios no son más que bicicletas. Entonces, cada noche se inicia el acto automatizado de descargar el equipaje para volverlo a cargar apenas el sol comienza a calentar la tierra, como una rutina inaplazable. El desafío de la primera gran bajada los sorprende al inicio del tramo de Cusco a Ayacucho. Con el viento gélido asaltándolos con una fuerza huracanada, pedalean intentando mantener el equilibrio. Al cruzar el río Pampas tropiezan con Lucineide Lima, una intrépida brasileña que va en bicicleta desde hace siete meses y que solo tiene una consigna: nunca regresar. Aparecen valles feraces que crecen hasta el infinito, la calzada empedrada de la ruta del Qhapaq Ñan, caminos sobre barro, ríos, senderos ascendentes y el impresionante complejo arqueológico de Curamba habitado únicamente por los espíritus de la naturaleza.
Para entonces el cuerpo y la mente de los ciclistas se han transformado. Los músculos de las piernas se tonifican y las imágenes acumuladas durante el día difícilmente se disuelven al llegar la noche. La ducha es ya un escaso privilegio, y un emoliente de cañihua con higos, el máximo elixir de la travesía. Tramos como el de Cerro de Pasco-Huánuco enturbian el panorama. Al descender por rutas serpenteadas, el polvo de la carretera dificulta la visibilidad y a esto se le suman tramos con vientos en contra y la rivalidad de camiones y contenedores que pasan a lado de los ciclistas intentando arrimarlos hacia el abismo.
Las fotografías pasan a un segundo plano, solo cuenta pedalear en los confines donde el ambiente desolado y el olvido forman parte del día a día. Recién al atravesar los bosques de queñuales que se entrelazan con montañas y ríos vuelve la esperanza del camino. Unos pobladores descansan en un descampado, brindan con cañazo, cuentan historias con los cachetes inflados de tanto chacchar. A lo lejos, un grupo de niños juega pelota y ríe. Aún les espera una ruta turbadora bordeando la imponente Cordillera Blanca, con el silencio del monte a sus espaldas y la sensación de eternidad pegada en sus mejillas.
Luego de pedalear cerca de 3.000 km durante cinco semanas, los fotógrafos están por alcanzar el límite entre los Andes y la Amazonía. El vertiginoso descenso desde Celendín hasta el lecho del río Marañón parece extenderse sin fin. Y hundidos en un silencio indisoluble, avanzan sin mirar atrás, registrando las curvas retorcidas. Solo al sentir el abrupto cambio de clima y una plaga de mosquitos que les zumban en los oídos es que inician la búsqueda de una habitación, un descampado o el piso frío de una tiendecilla que los reciba antes de emprender la subida más inclemente de todo el recorrido: la que cruza el abra Barro Negro a 3.589 m.s.n.m. y conduce al poblado de Leymebamba.
El desplazamiento a lo largo de la complicada geografía confirma a los viajeros que después de toda ruta dura viene el gozo, el júbilo, una suerte destinada solo para los atrevidos. Largas horas después del gran subidón y siguiendo el cauce se colma de un vaho tímido y el tono pálido de los cerros andinos se tiñe de verdes dispares. La transformación del paisaje es una fiesta de colores y sonidos. Atrás quedó la infinita subida y los ciclistas abigarrados, sudorosos y hambrientos emprenden la búsqueda de un lugar donde acampar. En ese instante las puertas de un camper blanco donde está escrito el nombre “Le Palathéo” se abre súbitamente. Una familia de franceses los recibe y los invita a pasar. Vienen desde Alaska y acaban de preparar una pasta y abrir una botella de vino. Y como si fuera la primera cena de sus vidas, los ciclistas se unen a la mesa y brindan por la vida.